miércoles, 26 de octubre de 2011

Crítica del sueño #1. "Princesita Samurai" - por Mario M.

Atendiendo a su solicitud, amigos integrantes de Pilonius Orquesta, dejo de lado por un momento mis obligaciones laborales para aplicarme a la tarea encargada: escrbirles una crítica musical para su blog. He de aclarar, antes de empezar, que es la primera vez que de manera formal me meto en semejante baile. Y digo "formal" porque espontáneamente, a la salida de un concierto, o de una película, quien no se ha puesto a elaborar alguna crítica en forma de gran monólogo. Tan es así, que si uno tiene una novia callada se explaya en aburridísimas comparaciones, de camino a casa, subiéndose al bondi, o bajando las escaleras del subte. Y una vez arriba del medio de transporte elegido la cosa sigue, hasta que interrumpe la novia con un comentario malhumorado, referente a alguna cuenta sin pagar, o alertando acerca de un posible descuido doméstico por parte nuestra, totalmente fuera de lugar el comentario, bajándonos de un hondazo, pero con justicia, considerando que nuestra crítica posiblemente no hizo más que arruinar el efecto post-concierto que placenteramente venía viviendo nuestra amada, porque cada uno elige si critica con la cabeza, si sólo siente, o si ni siquiera piensa en ello. En mi caso, y con el aliciente de que me lo encargaron, voy a criticar como me sale. Y la canción que elegí es "Princesita de Oro", con la que abre el disco Siberia. Es posible que aventure opinar sobre estilos musicales, sonoridades, cuestiones que, debo aclarar, no domino a la perfección, pero supongo que tampoco menos que cualquier buen escuchador de rock y música popular en general. De todos modos, pido disculpas por si cometo alguna bestialidad.

Track 1: Princesita de Oro.
Primera monstruosidad: arranca el tema con reef de guitarra que me hace recordar una cosa curiosa: ¡los Doors no paraban de robar de los ritmos latinos! Y Mark Ribot, el guitarrista de Tom Waits, continúa un camino que habían iniciado los cuatro de Los Ángeles, esa visión extraña (no por desconocimiento, sino más bien por deliberado distanciamiento estilo brechtiano) de lo latino. La guitarra dibuja un fraseo como de son cubano, pero inquietantemente atresillado y rasposo. Cuando entra el cantante surge la segunda monstruosidad, como si Sandro de América fuera un adicto a la absenta y un severo consumidor de Lou Reed y los poetas malditos. De ahí en más empieza el desfile de imágenes, y el escucha se agarra fuerte de la mano de la valerosa princesita que lo lleva corriendo por un descampado de posguerra antigua, con el corazón sangrante en busca de una venganza samurai. Hay una interesante hermandad tanto en los acordes que arman los dos o tres trombones armonizados, como en las armonizaciones vocales. Todos se mantienen cerca, nadie se despega demasiado, van arropados por el bajo y la guitarra hasta el final, nada de alejar las voces, son pocos y se dan aliento, sus armaduras resuenan al unísono, liberando armónicos mientras los caballos galopan haciéndose guiñadas entre sí; generan una masa que, como un torrente de vino espeso, va conquistando cada segundo de la canción.
Pasados 2 minutos y pocos segundos, el track concluye, no hay nada más, estaba todo dicho. Contundentemente. Una humorística paila mete un repiqueteo final, sola, con la canción acabada, como pidiendo más. Nadie le da bola.

Bueno, amigos, espero que sirva de algo, y sobre todo que les guste y la encuentren entretenida. Me deben una.

Saludos,

Mario M.

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